En China tomé infinidad de veces patas de pollo, frías en ensalada o guisadas de mil maneras, con alubias de soja fermentada, más o menos picantes… y me encanto su textura gelationsa que se deshacía en la boca.
Como aquí esto puede dar un poco de respeto a más de uno (sobre todo a más de una), las preparé en terrina: corté la punta de cada dedo (la uña y la primera falange), blanqueé las patas, luego las cocí en agua y verduras (el caldo que obtienes es increíble, ni se te ocurra tirarlo), las deshuesé una a una (la última vez que lo hago, vaya coñazo, no os podéis imaginar lo que tardé) y las monté en una tupper con un poco de su caldo, reducido a la mitad. El resultado: una tarrina de patas de pollo con toda su textura pero mucho menos divertido que comerlas con hueso y todo. Todo sea por mejorar el aspecto y conseguir que la gente se atreva.
Van aliñadas con unas gotas de salsa de pescado, jugo de lima, guindilla y cilantro (con menta también van genial).
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